La Protesta de Baraguá surgió el 15 de marzo de 1878 con el ejemplo de Maceo. Esa fecha es, también, de salvación: la Revolución independentista iniciada por Carlos Manuel de Céspedes y lo cubano como sentido de nacionalidad, habían sufrido una derrota militar, pero resguardaron su honor y obtuvieron una inmensa victoria política por la fuerza de un acto moral que dijo no a la claudicación.

Debe recordarse que no ha sido el único, ni mucho menos será el último. La negativa del Titán de Bronce de tan siquiera leer lo pactado en el Zanjón guarda una relación directa con la vehemencia de Ignacio Agramonte cuando afirmó que la guerra se ganaba con la vergüenza de los cubanos; palabras dichas no a un enemigo, sino a un compañero de armas aplastado por el desaliento.

Posteriormente, cuando en sus días iniciales el levantamiento del 24 de febrero de 1895 parecía languidecer ante la ausencia de los principales jefes, Bartolomé Masó rechazó de plano una propuesta de cese de las hostilidades con una pregunta, que es, en sí misma, una afirmación: «¿Y mis principios? ¿Qué pasa con ellos?»

Sin embargo, la Protesta de Baraguá viene a levantarse como hecho singular, más allá de toda semejanza, por la gravedad inmensa del momento. No es una coyuntura aislada, sino que pertenece a esos instantes en que la vida conduce los hechos a un antes y un después, y los convierte en parteaguas de la Historia.

Es, sin lugar a dudas, la materialización del «ser o no ser» del drama shakesperiano. Martí ubicaría después ese acto en el panteón de los más gloriosos de Cuba. Solo que el granito de esa gloria, la piedra que lo sustenta en el tiempo, es la ética.

Pero no cualquier ética, pues no es la racionalidad calculadora de Maquiavelo, la de jerarquizar el cumplimiento del fin sin importar la naturaleza de los medios egoístas. Baraguá hace trizas esos criterios al abrazar la renuncia material: no se persiguen riquezas, ni tierras, ni honores. Los independentistas que participaron en la Protesta podían haber salido de ella enriquecidos y no lo hicieron, por una sola razón: para ellos aquel episodio fue ese instante en que un ser humano se queda no con lo que tiene, sino con lo que realmente es.

Baraguá posee un elemento poco divulgado, y es la juventud de la mayoría de sus protagonistas. Antonio Maceo tiene 32 años cuando sostiene la entrevista con Arsenio Martínez Campos. Es probable que, en condiciones de paz, un ser humano mida sus actos de manera distinta a la vehemencia de un conflicto de armas, pero en el caso de Maceo la educación recibida y las vivencias de la guerra ya lo han hecho madurar.

Ha pasado, entre otros calvarios, por el sufrimiento de las heridas, por la angustia de ver morir a su padre y hermanos y de perder a sus dos hijos con María Cabrales. En su persona, como en los independentistas más radicales, lo moral es un concepto que conjuga nociones y actitudes como decencia, rectitud, honestidad y consecuencia en lo que se cree.

Al combinarse con la valentía personal, forman un todo. La valentía a solas no puede imponerse; pero los principios sin la fuerza del valor no llegarían a tener la altura que en ese hombre alcanzarían.

Porque ese día, cuando todo parecía estar dicho por la fuerza de las circunstancias, Antonio Maceo va a refundar nuevamente la Revolución y el sentir nacional al mover los límites de lo imposible. A partir de ese momento, Cuba avanzará bajo muchos ejemplos; pero uno de los más grandes y definitivos, como un árbol inmenso que resguarda a sus hijos, será por siempre el de Antonio Maceo y la Protesta de Baraguá.