En una época donde los actos de indisciplina parecen multiplicarse, vale detenerse a pensar dónde se gestan las buenas conductas que sostienen a una sociedad. Las campañas mediáticas, los llamados institucionales y las sanciones son medidas necesarias, pero no suficientes, si los valores no se siembran desde el primer núcleo de convivencia: la familia.

Cada gesto cotidiano, respetar una fila, cuidar el entorno, cumplir una norma de higiene o escuchar al otro, tiene su origen en los ejemplos aprendidos en casa. Cuando un niño observa que sus padres mantienen la limpieza del barrio, hablan con respeto y valoran el trabajo ajeno, internaliza la importancia de la disciplina, del civismo y de la solidaridad. En cambio, la indiferencia o la falta de control en el hogar abren el camino a comportamientos sociales que lesionan la convivencia.

Las indisciplinas sociales no nacen de la nada. Brotan de la falta de exigencia, del descuido y de una cultura del “da igual” que se extiende cuando los valores pierden terreno. No se trata solo de quien daña un banco en un parque o lanza basura a la calle, también se trata de quienes toleran esas conductas como si fueran normales. Detrás de cada acto irresponsable hay una ausencia de formación ética que no puede suplirse con leyes o castigos.

La prevención, entonces, debe comenzar desde los primeros años, en la escuela, pero sobre todo en el hogar, donde se forman las primeras nociones de respeto y responsabilidad. Educar con el ejemplo, fomentar el diálogo y la empatía, son actos sencillos que pueden transformar realidades más rápido que cualquier medida punitiva.

Una sociedad disciplinada no es aquella que vive bajo vigilancia, sino la que actúa con conciencia. Si cada familia se asume como primera escuela de valores, se sembrará el terreno fértil para que florezcan ciudadanos comprometidos, solidarios y respetuosos. Y solo entonces, las indisciplinas dejarán de ser un reflejo cotidiano para convertirse en una excepción

Rosicler Quiñones Salgado
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