En la época de la colonia, allá por MIL 832, existía la tradición de realizar combates navales en lo que es hoy La Placita, donde el Ariguanabo hacía un amplio recodo. El origen fluvial de la ciudad era muy bien representado en aquella época, por lo que ese meandro estaba limpio de obstáculos. El área constituía un enorme reservorio fluvial, permitiendo las contiendas navales y el disfrute de baños en la localidad.

La limpieza del cauce en este sector del río era esmerada, sacando todo lo que entorpeciera el curso de las aguas por el lugar y dando paso a la creación de una represa cuadrada próxima al puente de la Calle Real, con una compuerta para regular la corriente así retenida. Tal obra hidráulica aumentó el caudal del río y la profundidad de los baños en esta zona.

La construcción poseía un malecón a su alrededor y bancos para la estancia, lo que provocó la creación de una especia de embalse que llegaba hasta la misma Calle Real, cuyas aguas se tornaban azules y refulgentes. Tan hermosa idea de ubicar un diminuto lago en medio de la ciudad era reconocida por ajenos y visitantes como un espectáculo de incalculable belleza.

En ese espacio se realizaban simulacros de combates navales, para lo cual se equipaban embarcaciones veleras de pequeño formato, llenas de banderas muy coloridas y tripuladas por los mejores jóvenes de la localidad. Contaba José Rafael Lauzán, historiador de la Villa, que los combates recreaban las contiendas entre moros y cristianos, donde siempre ganaban los cristianos.

Sobre el muro se construían pequeños castillos que eran atacados por los tripulantes de los buques, quienes representaban un encarnizado asalto con fuego de cañón y de armas blancas, para darle más realismo a la acción. Finalizada la contienda y tomadas las fortalezas, se servía un soberbio banquete para los vencedores, vencidos y espectadores. Concluido el banquete se daba inicio al baile popular, que se adueñaba de la plaza.