En la bruma de la madrugada del 30 de diciembre de 1922, un sol naciente se posó sobre la finca Constancia, hoy conocida como central Abel Santamaría, en la antigua provincia de Las Villas. Allí nació Haydée Santamaría Cuadrado, la mayor de cinco hermanos que compartirían el fuego revolucionario con sus padres, Benigno Santamaría Pérez y Joaquina Cuadrado Alonso. Desde su infancia la mirada de Haydée se vio teñida por los nombres que resonaban en su escuela: Céspedes, Agramonte, Maceo y, sobre todo, José Martí. El maestro que atendía a todos los grados no solo le enseñó letras, sino también la idea de que la libertad es un derecho que se escribe con sangre y con esperanza.

La joven soñaba con ser enfermera y cuidar a los demás, pero el ambiente político de aquella época le cerró esa puerta. No obstante, su corazón ya latía al ritmo de la injusticia y se unió a la Juventud Ortodoxa. Cuando el golpe del 10 de marzo de 1952 sacudió Cuba, Haydée y su hermano Abel comenzaron a editar los clandestinos *Son Los Mismos* y *El Acusador*, convirtiendo su apartamento de La Habana en un hervidero de ideas revolucionarias junto a Fidel Castro y otros futuros héroes.

El 26 de julio de 1953, mientras el asalto al Cuartel Moncada arremetía contra el régimen batistiano, Haydée acompañó a los combatientes en el Hospital Civil Saturnino Lora. Allí, junto a Melba Hernández y el médico Mario Muñoz, atendió a heridos indiscriminados: soldados enemigos y civiles inocentes. Su valentía no quedó impune; fue capturada y sentenciada a siete meses en el Reclusorio Nacional para Mujeres en Guanajay. En ese bloque A compartió celda con Melba; su refugio era una modesta habitación dividida en dormitorio, cocina y comedor improvisado bajo la mirada constante del Servicio de Inteligencia Militar.

A pesar del aislamiento forzado y las torturas psicológicas –la revelación del ojo mutilado de Abel y los restos sangrantes del novio Boris Luis Santa Coloma– Haydée mantuvo firme su silencio como acto de resistencia. Sus días se llenaron del sol que filtraba por el patio cuando la familia podía visitarla; sus libros eran su único escape dentro del barroco mundo carcelario.

Al liberarse integró la Dirección Nacional del Movimiento 26 de Julio y apoyó al destacamento guerrillero en Sierra Maestra; Fidel le confió la misión crítica de asegurar fondos y armas desde el exterior para consolidar la revolución. Cuando Cuba cambió su destino en 1959, Haydée regresó triunfante para trabajar en el Ministerio de Educación y luego fundar la Casa de las Américas. Desde allí influyó decisivamente en el devenir cultural cubano durante décadas, convirtiéndose en una guardiana del arte y la identidad nacional.

Hoy recordamos su legado no solo como heroína política sino también como mujer incansable cuyo espíritu sigue inspirando a cada generación que anhela justicia y libertad. Su historia es un canto vivo que nos recuerda que la revolución es tanto un acto de sangre como un acto de amor profundo por nuestro país.

Janet Pérez Rodríguez
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