El 12 de diciembre de 1987, la música cubana perdió a uno de sus arquitectos más ingeniosos y populares. Enrique Jorrín Oleaga falleció en La Habana a los 68 años, dejando un legado que había revolucionado los salones de baile de todo el mundo. Su partida no solo significó el silencio de su violín, sino el punto final de la vida del hombre que, con oído agudo y espíritu creativo, le dio al planeta un nuevo ritmo: el chachachá.
La trascendencia de Jorrín se ancla en una creación que es, ante todo, un fenómeno cultural y social. Nacido en Candelaria, Pinar del Río, el 25 de diciembre de 1926, Jorrín fue un prodigio que compuso su primer danzón, llamado «Hilda». Sin embargo, su gran aporte surgió de la observación.
Mientras tocaba con la Orquesta América en los salones de La Habana de los años 50 como el ubicado en Prado y Neptuno, percibió la dificultad de los bailadores para seguir los ritmos sincopados. Su solución fue genial: simplificar la melodía para hacerla más bailable. El resultado fue una nueva sonoridad que los propios bailadores bautizaron. El impacto cultural del chachachá fue profundo y dual.
A nivel internacional, se convirtió en la cara alegre y accesible de la música cubana en una década dominada por el rock and roll norteamericano. Artistas como Nat King Cole lo grabaron, llevándolo a un público global. En México, donde Jorrín residió entre 1954 y 1958, el género echó raíces tan profundas que, con el tiempo, se le rindieron homenajes y le fue entregado al maestro un disco de oro por sus ventas.
La muerte de Jorrín, cerró la vida del hombre pero no la de su obra. El chachachá sobrevive, lleno de energía, en orquestas tradicionales y en la memoria afectiva de millones de personas. Su ritmo logró la hazaña cultural más difícil: volverse inmortal. Cada vez que suena el distintivo «cha-cha-chá, es un ritmo sin igual», su creador vuelve a la vida, invitando al mundo a bailar.
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