En las postrimerías del mes de noviembre, justo el día 22 y cuando la fresca brisa de diciembre, besa las palmas con un fulgor dorado, Cuba se transforma en una gran aula al aire libre: Es tiempo para honrar a los maestros, un tributo vivo que brota del corazón del   país como un río de gratitud.

Desde 1961, cuando Fidel Castro proclamó el 22 de diciembre como Día del Educador en honor a la Campaña de Alfabetización, este período se convierte en sinfonía de homenajes: galas en teatros y plazas, versos recitados en las escuelas y abrazos que cruzan generaciones. No es solo una fecha; es un ritual colectivo donde el pueblo, como un coro unido, celebra a quienes siembran conocimiento en el fértil suelo de la isla.

Diciembre despierta la memoria: es el tiempo de reconocer cómo la educación, ilumina caminos en la oscuridad, desde la erradicación del analfabetismo hasta las aulas virtuales que desafiaron la pandemia. Los educadores, con sus voces como faros, no solo enseñan letras y números; tejen sueños de justicia y libertad, recordándonos que el verdadero progreso nace de la mente abierta.

Pero en esta celebración, el corazón se detiene en un suspiro nostálgico y recuerda a los que ya no caminan entre nosotros, cuyas lecciones perduran como estrellas fijas en el cielo ariguanabense y artemiseño. Recordamos con ternura a Mercedes Calero, a Miriam Finaléz y a Dania Reyes cuya pasión por la historia encendía pasiones juveniles, a Caridad Hernández, directora de escuela, tejedora de sueños que volaban como mariposas; a Rita María Pérez, cuya sonrisa guiaba pasos titubeantes. Y no olvidamos a Rubisel Hernández, ella fue una de las maestras, entre los valientes que perecieron durante la COVID-19, el legado de todos ellos, es un escudo invisible para generaciones futuras.

Tampoco se apaga el brillo de los jubilados, esos sabios que desde la serenidad de sus hogares nos enseñan aún: Daniel Masa, con sus problemas de tanto por ciento; Roberto Ortega, maestro que pintó lecciones de disciplina en el alma; Fe Molina y Doris Hernández cuyas enseñanzas de la Lengua Materna abraza acentos del mundo; Pascual del Valle y Rodolfo González, el primero, adoptado desde el municipio de Caimito, el segundo es un puente vivo entre el ayer y el mañana. Ellos y muchos otros héroes de la Cartilla y el Manual nos recuerdan que el magisterio trasciende el tiempo, porque es guía de valores éticos que susurra: «Educar es amar».

En diciembre, Cuba no solo festeja; renueva un pacto sagrado. Los educadores, vivos o en la memoria, son las raíces de un árbol que crece hacia el sol: robusto, frondoso, eterno. Que este mes sea un abrazo colectivo, un «gracias» que vibre en cada aula, porque en sus manos late el pulso de la patria. Gracias educadores por custodiar la esperanza.

 

Janet Pérez Rodríguez
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