El 28 de octubre de 1959, el cielo cubano guardó silencio. El avión en que viajaba el comandante Camilo Cienfuegos, rumbo a La Habana, cayó al agua. Durante días, los esfuerzos por encontrarlo fueron en vano. En los pueblos, la noticia se esparció con incredulidad; nadie quería aceptar que el hombre alegre, el del sombrero alón, el del saludo siempre dispuesto, no volvería.

Camilo tenía solo 27 años. Había nacido en La Habana el 6 de febrero de 1932, y desde joven mostró su ímpetu por defender las causas justas. En México, buscó a Fidel para unirse a la expedición del Granma. Luego, en la Sierra Maestra, se ganó el respeto de todos por su audacia, su disciplina y esa forma natural de contagiar confianza aun en medio del peligro.

Sus restos nunca aparecieron, pero su ausencia dio paso a una tradición: cada 28 de octubre se lanzan flores que flotan sobre los ríos y las costas. Son las manos del pueblo las que le abren el camino sobre el agua, como si lo acompañaran en su regreso.

Fidel lo definió como un hombre del pueblo y para el pueblo. Dijo entonces: “Nuestra única compensación ante la pérdida de un compañero tan allegado a nosotros es saber que el pueblo de Cuba produce hombres como él.” Esa frase, convirtió la ausencia en una presencia duradera.

Así el señor de la vanguardia, el héroe de Yaguajay, el héroe del sombrero alón, hoy es recordado con el mismo aire alegre que siempre le mostro a su pueblo.

Rosicler Quiñones Salgado
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