Cuba, isla de son y salsa, de tabaco y ron, también fue, y aún debería ser, tierra fértil para los juegos tradicionales. Aquellos que no necesitan pantallas ni baterías, que florecen en patios, solares y calles, alimentados por la imaginación y el espíritu colectivo. Sin embargo, un silencio preocupante comienza a cubrir ese eco de infancia, un silencio que habla de juegos olvidados, de tradiciones perdidas en el torbellino de la modernidad y las dificultades cotidianas.

¿Quién recuerda hoy la emoción de «empinar un papalote», la estrategia del «pañuelo», la velocidad de «la quimbumbia» o el ingenio del «trompo»? Estos juegos, más que meras diversiones, eran el crisol donde se forjaban lazos, se aprendían valores como la cooperación, el respeto y la sana competencia. Eran la argamasa de una cultura compartida, transmitida de generación en generación.

Pero la realidad nos golpea con la dureza del asfalto. La televisión, los videojuegos y, más recientemente, el acceso limitado pero creciente a internet, han seducido a nuestros niños, alejándolos de los espacios abiertos y de la riqueza intangible de los juegos tradicionales. La escasez de materiales, la falta de espacios seguros y la ausencia de una promoción sistemática desde las instituciones educativas, han contribuido a esta lenta pero inexorable desaparición.

Este olvido no es solo una pérdida lúdica, es una amputación cultural. Perdemos una parte esencial de nuestra identidad, de nuestra historia, de nuestra forma de ser y de relacionarnos. Permítame poner un ejemplo: ¿qué niño que creció jugando al «escondite» con sus vecinos no conoce los secretos de su barrio, los recovecos de su gente?

Afortunadamente, en medio de este panorama desolador, emergen faros de esperanza. En el Palacio de Pioneros de San Antonio de los Baños, por ejemplo, se realiza una labor encomiable al rescatar y promover los juegos tradicionales. A través de talleres, actividades y la creación de espacios dedicados a estas prácticas, se busca reavivar la llama de la tradición en los corazones de los más jóvenes. Este esfuerzo, digno de elogio, demuestra que es posible revertir la tendencia y devolver a los niños cubanos el derecho a disfrutar de su herencia lúdica.

Sin embargo, la labor de un solo Palacio de Pioneros no es suficiente. Se necesita un compromiso nacional, una estrategia integral que involucre a las escuelas, las familias, las organizaciones comunitarias y los medios de comunicación. Es urgente rescatar del olvido estos juegos, documentarlos, promoverlos y adaptarlos a los tiempos actuales, sin que pierdan su esencia.

Porque en el silencio de la infancia perdida, se escucha el eco de una cultura que se desvanece. Es hora de romper ese silencio, de volver a jugar, de recordar que en la simplicidad de un juego tradicional se encuentra la riqueza de nuestra identidad cubana. No permitamos que nuestros niños crezcan desconectados de sus raíces, de su historia, de su derecho a jugar libremente en las calles de su país. Los juegos tradicionales merecen una segunda oportunidad. Cuba merece que sus niños vuelvan a jugar.

Adrian Torres Rodríguez
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