A la luz de una frase de Fidel Castro, vamos analizar la creciente brecha entre la demanda social y la capacidad de respuesta institucional.

En el complejo escenario de la relación entre el estado y la ciudadanía, esta frase de nuestro líder histórico, resurge: Milito en el grupo de los impacientes y milito en el bando de los apurados, de los que siempre presionan para que las cosas se hagan y de los que muchas veces tratan de hacer más de lo que pueden.

Esta declaración hecha en 1963, nos sirve hoy como un espejo que refleja la realidad de miles de personas, y la prueba a la que se enfrentan los organismos públicos.

Estamos en una época, que ya sea por la hiperconexión o porque existe una conciencia de derechos, la sociedad reclama soluciones concretas que trascienden todos los ámbitos.

Si una persona va a la oficina de atención a la población de la empresa eléctrica, o de cualquier otra institución, donde está el facultativo para atenderlos, no hay ningún especialista que le puedan dar respuesta a las inquietudes.

Esta impaciencia no es capricho; es el síntoma de promesas incumplidas por falta de eficiencia. Es la demanda legítima de los servicios.

Frente a esta presión, la reacción de los organismos estatales suele oscilar entre dos extremos disfuncionales: la parálisis burocrática y el activismo desbordado.

Por un lado, se observa el pacifismo de las instituciones, que operan con la lentitud, donde lo reclamos se acumulan y la frase «no es asunto mío o no soy yo quien atiende eso» es el pan de cada día, actitud que no solo alimenta la desconfianza ciudadana, sino que, valida la impaciencia, convirtiéndola en frustración y en un cuestionamiento.

En el otro extremo están los que mucho abarcan y poco aprietan. Aquellos que «tratan de hacer más de lo que se puede», Pero que lo hacen a toda prisa sin saber cuan viable puede ser; y esta es una respuesta tan peligrosa como la inacción, pues genera expectativas que no podrán ser satisfechas, derrocha recursos escasos y, al final, el resultado es el mismo: la decepción.

La salida a esta encrucijada no es sencilla, pero es impostergable. Los organismos deben evolucionar para desarrollar la capacidad interna de autoexigencia.

Esto requiere abandonar la cultura del mero trámite para enfocarse en metas e impactos medibles, con transparencia en el uso de los recursos y la rendición de cuentas.

La participación ciudadana no puede ser un ritual. Hay que explicar con claridad qué se puede hacer, en qué plazo, con qué recursos y, sobre todo, cuáles son los límites. La sinceridad, aunque duela, construye más confianza que la promesa incumplida.

Maybeline Matamoros Álvarez
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