Hablar de Enrique José Varona es hablar de pedagogía, y de ética. Nacido en Camagüey, Varona creció en un ambiente donde la disciplina del pensamiento era casi un deber moral. Décadas más tarde, ese rigor lo convertiría en una de las figuras imprescindibles para comprender la reforma de las enseñanzas Secundaria y Superior en los primeros años republicanos de Cuba.

Su mirada crítica sobre la enseñanza no respondía solo a un anhelo de modernización, sino a la convicción de que un profesor debía ser libre para pensar, crear y dialogar. La “libertad de cátedra”, que él defendía como principio irrenunciable, tenía sus antecedentes en Félix Varela y José de la Luz y Caballero. Varona retomó ese legado, y lo llevó al contexto de la naciente República.

Su vida también se cruzó con la historia política y revolucionaria de la nación. Vivió en Nueva York y, tras la caída en combate de José Martí, asumió la dirección del periódico Patria, gesto que honraba una amistad y un compromiso con la causa independentista.

Fue una voz firme contra el imperialismo y una figura visible en momentos de tensión política como la defensa de Julio Antonio Mella. Sus discursos, revelaban un espíritu analítico que no temía incomodar. Tal integridad lo convirtió en referente moral para los jóvenes de la década del 30, hasta ser reconocido como “Maestro de Juventudes”, título que no buscó, pero que calzó con naturalidad.

Quizás su legado más duradero esté en el campo educativo. Como fundador de la Escuela de Pedagogía de la Universidad de La Habana, Varona impulsó una visión experimental del conocimiento. Defendió la investigación científica, el estudio riguroso y la necesidad de formar maestros capaces de pensar y no solo de repetir contenidos. Su busto, frente al edificio central de la Universidad de Ciencias Pedagógicas que lleva su nombre, no es solo un gesto de homenaje; es un recordatorio de cuánto puede influir un educador cuando piensa en el futuro con responsabilidad real.

Rosicler Quiñones Salgado
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